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14 diciembre 2020 ¿Cómo nació el estilo de bailar salsa que identifica a los caleños en el mundo?

¿Cómo nació el estilo de bailar salsa que identifica a los caleños en el mundo?

En los campeonatos de salsa internacionales lo conocen como ‘Colombian style’. Todos lo hemos visto: pies frenéticos sobre la pista vestidos con zapatos de colores que marcan el compás; brazos de hombres que envuelven cinturas mulatas con pasmosa habilidad, bailarinas que dan giros a gran velocidad sin siquiera despeinarse… Dos cuerpos al ritmo de un disco de 33 revoluciones que ha sido puesto a girar en 45.

Dos cuerpos que bailan en el primer compás; los que saben, lo llaman ‘salsa on 1’. Se denomina así, ‘Colombian style’, pero esa forma de baile comenzó a cocinarse tímidamente aquí, en Cali, por allá en los años 40. Lo que sucede, reflexiona el bailarín profesional Mauricio Santana, “es que con el tiempo paisas, rolos y costeños comenzaron a bailar igual que nosotros. O al menos a intentarlo”, dice entre risas. “Es que una pareja de salsa caleña se reconoce en cualquier lugar. Eso que afuera creen que es un estilo de los colombianos es en realidad la manera en que los caleños les enseñamos a los demás cómo se baila la salsa”. Y el profe Mauro lo hace. A sus 29 años, de lunes a sábado, es uno de los bailarines que llega para dictar clases hasta la Escuela Tango Vivo y Salsa Viva, del barrio El Templete.

Con 12 años de ‘rumba’ a cuestas, todos los días da cátedra sobre los pasos básicos del baile de salsa caleña; el punta talón, el pico de garza, las lijas, el repique… Pasos –reconoce con orgullo– que tienen su origen en los pies de caleños gozones de barrio. Esos que hoy hacen parte de la Vieja Guardia. Los suyos fueron otros tiempos. Muchísimo menos acrobático, el ‘show’ de estos personajes consistía en alegrar los bailes espontáneos, verbenas y ‘aguaelulos’ de los barrios populares. Lo hacían al son de guarachas, de mambo y de cha cha cha. Al son de La Sonora Matancera, la agrupación cubana que más caló en la Cali de barrio, campesina y obrera, con voces poderosas como las de Bienvenido Granda y Celia Cruz. Eran los días en que se ‘tiraba paso’ a ritmo de la clave cubana que llegaba en forma de discos de acetato a la Estación del Ferrocarril, en Mis Noches, El Avispero, Lovaina, Cairo y La Habana, ubicados en los alrededores de la Calle 16 y la Carrera 12. Es que la rumba llenó primero los bailaderos de la noche prohibida antes de recibir la bendición de los grandes salones.

Su cómplice de esos tiempos fue la radio, que difundía lo que se bailaba y escuchaba no solo en La Habana, sino en Nueva York, Puerto Rico y hasta en Barranquilla. Muchos creen que fue esa la semilla de esa forma de bailar que ha hecho famosa a la ciudad en todo el planeta. Esa que, incluso, premió a los caleños Adriana Ávila y Jefferson Benjumea con una medalla de oro, en baile deportivo, en los recientes Juegos Mundiales. ¿Es esa realmente la punta de lanza de ese baile frenético? La pregunta se la hizo, hace seis meses, un grupo de estudiantes de comunicación social de la Universidad Santiago de Cali, agrupados en el semillero de investigación TeXXIdos. Sus integrantes, que no superan los 24 años, apoyados por la docente Camilia Gómez Cotta y la historiadora Angélica Sánchez, se dieron a la misión de desandar los pasos de la historia de la rumba caleña. “Lo que hicimos fue coger un periodo de tiempo, que arranca en los Juegos Panamericanos de 1971 y termina en los actuales World Games. Y mirar, a través de lo que ha documentado el periódico El País, en sus ediciones de diciembre, cómo ha evolucionado nuestro baile de la salsa”, dice la profe Camilia. Los hallazgos acabaron convertidos en una bella exposición que estará hasta el próximo 8 de agosto en el Centro Cultural de Cali: ‘40 años bailando salsa en Cali: historia, cultura y son’.

Nadie nos quita lo bailao

Esta exposición es, en realidad, una invitación a hacer memoria. Y ese ejercicio arranca en los años 70, en los años dorados de bailadores como Watussi y Angélica; cuando aún la ciudad no se recuperaba de ese ‘sonido bestial’ que en el 68 habían hecho sonar Richie Ray y Bobby Cruz en lo que fuera el Hipódromo de San Fernando. De esta época, los investigadores de la Usaca documentan el auge e importancia de los ‘aguaelulos’ como espacios de cohesión social en barrios como Calima, San Nicolás y el Obrero.

Ya para entonces, bailadores como el negro Domingo y ‘Chocolina’ animaban las fiestas. Fue la época también en la que Cali empezó a disfrutar del cine manito y con este de un personaje, el ‘pachuco bailarín’ mexicano, que se hizo célebre haciendo acrobacias al son del mambo de Dámaso Pérez Prado y de La Sonora Matancera. Por esos años, el bailador caleño imitaba los pasos de mexicanos como ‘Clavillazo’, ‘Tintan’, ‘Resortes’, ‘La tongolele’ y María Antonieta Pons, cuyas piruetas se proyectaban en las salas de cine de teatros como el Rialto y el Sucre.

Así, el baile fue haciéndose para los caleños, además de diversión, una forma de expresarse. Para Miriam Collazos, una de esas bailadoras de la Vieja Guardia, el caleño fue puliendo su estilo gracias a varios factores: “la agilidad que aprendimos de los negros; la picardía y coquetería de las mujeres indígenas y, de alguna manera, el respeto por las formas clásicas y elegantes al aporte de los blancos”.

Todo eso fue la antesala de los años 80, caracterizado, según Ana María Ramos, una de las investigadoras, por la irrupción de orquestas de salsa locales, Niche, Guayacán, La Misma Gente. “Lo curioso —agrega Camilia— es que es en esta década que la prensa comienza a reforzar el concepto de salsa como identidad cultural, más allá de los estratos sociales. Una de las razones tuvo que ver con que la Feria de Cali —el momento de máximo goce de la rumba— se descentralizó y llegó a los barrios. De hecho, en El País se menciona una encuesta hecha entre la ciudadanía en la que se le pregunta cuál es la música de su preferencia: la respuesta de la gran mayoría fue la salsa. Eso era lo que la gente quería escuchar”.

Los años 80 fueron también la época en que nacieron tímidamente las primeras escuelas de salsa, que ensayaban en las canchas de barrio y casetas comunales; y la época en que Juanchito se transformó en una gran pista de baile en la que brillaron los pasos célebres de Amparo Arrebato (que Richie Ray inmortalizara en una canción), Evelio Carabalí y la famosa ‘María’, que llegó a ser campeona mundial. Se revivieron sus antiguos carnavales y se hicieron famosos ‘griles’ y discotecas como Juan Pachanga, del empresario Larry Landa.

Un estilo propio

Ya para esta época el bailador caleño había dejado de imitar pasos sacados del cine mexicano. Quiso crear su propio estilo y lo mostraba en escenarios como Cabo Rojeño y Honka Monka. Eran los primeros pasos de la consolidación de un estilo propio. Nuestro sello cultural. Eso que describe tan bien el escritor Medardo Arias: “Las trompetas matanceras, la cadencia africana, el corretear de tumbadoras. Pasamos de 33 a 45 revoluciones por minuto. Los músicos puertorriqueños vieron cómo sus bogaloos, especie de guajiras lentas, se convertían en veloces y endemoniadas versiones. Cambiar las revoluciones de un disco fue el primer aporte de Cali a la salsa, y los bailadores fueron de eso testigos de excepción”. Desde ese momento, asegura el escritor, ya no era solo cuestión de ritmo y cadencia.

También se bailaba la melodía. Sea cual sea el instrumento, piano, bajo, conga o hasta el mismísimo pregón del cantante ¡todo podía bailarse con gran velocidad de la cintura para abajo! Fue fácil, pues, la transición a los años 90 que recibió a los salseros con un giro que a muchos no terminó de convencer: la salsa romántica, la de alcoba. De esos años sobrevivió el célebre pasito ‘Cañandonga’ creado, según el historiador Alejandro Ulloa, por las nuevas generaciones de bailarines. “Consiste en un movimiento sincronizado de la pareja, con ademán suave, abriendo el compás de las piernas, flexionando ligeramente las rodillas, con un vaivén acompasado de las manos enlazadas que se alternan con figuras en círculos”. La respuesta, que sigue viviéndose hasta nuestros días, es el estilo ‘guateque’. Porque así le llamamos acá a la salsa brava, a la salsa sabrosa.

Al golpe. Fue el modo que nuestros bailarines encontraron para escapar de la salsa balada. Tomó forma en los barrios populares para luego tomarse las clases altas y grandes espectáculos de la talla de Delirio. Hoy, Cali vibra con cerca de 4 mil bailarines profesionales muchos de los cuales se ganan la vida, como el profe Mauricio, dando cátedra de cómo ‘azotar baldosa’; dictando talleres a grupos de extranjeros o presentándose en shows privados dentro y fuera del país. Algunos, incluso, han participado en giras de importantes cadenas de cruceros que quieren entretener a sus viajeros. Todo estos bailarines se han formado en las cerca de 110 escuelas de salsa que se estima existen en la ciudad. Son muchachos que bailan desde los 4 ó 5 años y que han asumido el baile de la salsa como un oficio.

En algunas de sus presentaciones llegan a cobrar hasta $300.000. La idea, en pocos años, es que la ciudad cuente con una industria cultural alrededor del baile de la salsa ya consolidada. Pero nada de esto hubiese sido posible sin aquellos bailadores que hoy llamamos de la Vieja Guardia. Ellos, asegura el profe Mauricio Santana, fueron los pioneros de un estilo que las nuevas generaciones de bailarines nutrieron con ballet, con danza contemporánea, con artes circenses y hasta danzas folclóricas. “No nos hemos olvidado de ese legado que nos dejaron esos primeros bailadores anónimos que se encargaron de animar la rumba hace 40 años. Sin su talento no habríamos logrado brillar hoy”.Por: Lucy Lorena Libreros / Periodista de GACETA

14 diciembre 2020 Jairo Varela, el maestro que exportó la salsa colombiana

Jairo Varela, el maestro que exportó la salsa colombiana

En 1990 se realizó un concurso de votación popular para elegir las cien mejores canciones colombianas de todos los tiempos. En medio de las críticas que recibió aquel certamen (y también de los elogios), destacó la presencia de una canción de salsa, la única de las cien, en medio de un mar de bambucos, joropos, pasillos, bundes, cumbias y porros: Cali pachanguero. No importa cómo se llegó a aquella elección ni qué pasaría si esto se realizara hoy. Importa que ese fue el primer reconocimiento del mundillo musical colombiano hacia el talento de Jairo Varela como compositor.

Existen dos Jairos Varelas. Este, que en aquel momento, en el pináculo de su creatividad, se puso a la altura de Galán, Barros, Escalona, Murillo, Villamil o Lucho Bermúdez, y el otro, el creador del Grupo Niche, representante uno-A de un estilo que se conoce como salsa caleña.

El primer Jairo Varela fue, es y será un prodigio, un talento natural para dotar de las armonías adecuadas una serie de evocaciones costumbristas modernas y una gran cantidad de declaraciones de amor. No se diferencia por ello de otros, es verdad, pero lo hizo tan bien que no hay una sola persona en Colombia que no sepa al menos una estrofa de alguna canción suya.

Varela no siguió una línea determinada para escribir, tampoco iba con una libreta de notas a todas partes. Simplemente “le salía”. Cuando vivía en Bogotá y era empleado del Intra, tarareaba y apuntaba en cualquier papel versos en cuartetas, como si de un serenatero se tratara. Aunque no era salsa ni son. Eran baladas que decían cosas como: “Una mirada bastó, así sucedió, ausentes las palabras, mi cuerpo vibró”.

Nuestro sueño es de aquella época, solo que Varela la guardaría a buen recaudo durante más de una década. Y la razón es que él decidió apostar en un comienzo por creaciones con acento chocoano. Posiblemente, se haya debido a la presencia de tantos paisanos suyos en ese primer Niche, o a los arreglos de Alexis Lozano, o a una creación colectiva que él firmó como líder. Pero esa apuesta fue magnífica, con unas letras y una rítmica que aunaban currulao y montuno a partes iguales: “¡Ay!, que me muero de amores, señores; que me duele el ombligo, Cirilo; que me voy caminando. ¿Pa’ dónde? A la casa del conde. ¿Y a qué? Eso sí no lo sé, ¡ay!, mis enemigos”.

Pero luego llegó otro tratamiento de esas composiciones. Una especie de revisión de lo que la salsa puertorriqueña y neoyorquina hacían, para invertir el esquema. Por lo general, una canción de salsa está conformada por introducción instrumental, canto solista, coro, improvisación instrumental y coda. Varela metió el coro al comienzo para promover el baile e intensificar el impacto, no en todas las letras, pero sí en algunas de las más famosas: “Del puente para allá, Juanchito; del puente para acá está Cali”.

El toque romántico

Y se pudo haber quedado ahí y pudo haber pasado a la historia con ese y con el anterior enfoque, pero resultó que la salsa romántica cobró una fuerza inusitada y el baladista que llevaba por dentro, el admirador del Club del Clan, el amigo de los cantantes de la vieja farándula setentera de Bogotá, hizo erupción. Y aparecieron las canciones con introducción lenta y con un desarrollo salsero más formal. No hizo salsa romántica, pero sí implantó en su orquesta un concepto romántico de la interpretación.

Alguna vez le pregunté por todo esto, pero nunca vio como un orden secuencial su labor de compositor. Volvió a decirme que a él “le salía” y que siempre había sido un músico capaz de medírsele a todo. Yo en aquel tiempo (mediados de los 80) no creía en Niche, me molestaba su sonido y consideraba impostados sus coros tan agudos. A muchos salseros de mi generación les pasó igual y les sigue pasando igual, pero es que ahí justamente entra en escena el segundo de los Jairos Varelas.

El Grupo Niche fue para la salsa colombiana lo que la selección de Maturana significó para nuestro fútbol. Una generación extraordinaria tuvo la oportunidad de componer, arreglar y grabar y darse a conocer en todo el mundo. Nadie lo había hecho hasta entonces con tanta contundencia empresarial y discográfica, ni siquiera Joe Arroyo, que tenía todo el talento para hacerlo. Ni siquiera Fruko, que tenía todo el respaldo para explotarlo. Niche fue un concepto, una marca, un sello de identidad ciudadana, una orquesta capaz de fichar estrellas internacionales de la música y de competir de igual a igual con cualquiera en cualquier terreno. Lo pudo haber hecho Fruko, lo pudo haber hecho Arroyo, pero ese fue el tiempo de Niche.

Dirigido por Varela con la política del palo y la zanahoria, Niche fue el símbolo de una Cali glamorosa que llegó a tener hasta 50 orquestas de salsa en plena actividad. Luego fue Niche Business Enterprises, en Miami. Una época dorada para el mundo de la noche, pero, para bien o para mal, otra época, que si vuelve, volverá de otra manera.

Aún sigue sin llenarme del todo Niche. “Cada vez que lo escucho me dan ganas de ir a San Andresito”, me dijo cierta vez Eduardo Arias. Tiene un estilo distinto y diferente de la salsa de Caracas, San Juan, Lima, Nueva York o Medellín; pero, de todas formas, un estilo que se le debe a él y que está incrustado en nuestra historia moderna, en la banda sonora de nuestros recuerdos más queridos. Podría hacer parte perfectamente de algún sketch de La pelota de letras, porque ¡a ver quién no lo ha bailao!

Jairo Varela no era un buen lector, pero escribía. Jairo Varela no era un dechado de virtudes, le faltaba don de gentes, era empecinado y a veces desafiante, y le podía su temperatura y su ají, pero tenía un talento descomunal. Más colombiano, imposible.

Cinco momentos claves

El nacimiento de Niche – 1978

De un fugaz encuentro entre Jairo Varela y su paisano Alexis Lozano, en el centro de Bogotá, nace la intención de formar un grupo de música bailable y salsa que a la vuelta de un año se llamaría Niche.

Un ‘fichaje’ de lujo – 1986

Debuta con Niche el cantante puertorriqueño Tito Gómez, exmiembro de la orquesta de Ray Barretto y de la Sonora Ponceña. Ha sido el fichaje más importante en la historia de la salsa colombiana.

El ‘hit’ que lo catapultó – 1984

Varela lanza el álbum que significaría un antes y un después en su discografía y en la de la salsa colombiana, ‘No hay quinto malo’, bajo el sello Codiscos, que incluía los éxitos ‘Cali pachanguero’ y ‘La negra no quiere’, entre otros.

La senda internacional – 1988

Comienza el proceso de internacionalización de Niche con la grabación del álbum ‘Tapando el hueco’, en Miami, y la inclusión de canciones suyas (en inglés) en el filme ‘Salsa’, de Boaz Davidson.

Moviéndose en la industria – 1996

Finaliza su contrato con el sello Codiscos y firma con Sony Music, al tiempo que trata de consolidar su sello discográfico particular, Music/Niche Disco, con el que produjo a la orquesta Alma de Barrio.JOSÉ ARTEAGA
Para EL TIEMPO.COM

14 diciembre 2020 La buena música de Puerto Rico que marco la ciudad de Cali , huellas de Daniel Santos

La buena música de Puerto Rico que marco la ciudad de Cali , huellas de Daniel Santos

“Llegó El Jefe”, escuchó el muchacho que gritaron desde el fondo de la sala cuando detrás de la puerta del taxi negro, que recién había apagado su motor, apareció la figura del hombre de rizos caribes y bigotes bien cuidados que tantas veces él había visto    impreso en carátulas de Lp.

Corría 1964 y ese muchacho, Carlos Molina, vivía con sus hermanos y sus padres en una modesta casa de la Carrera 11. Aquella visita resultaba un asunto de justicia poética: justo allí, en las entrañas del barrio Obrero y sus sórdidas cantinas, había comenzado a  escucharse con devoción en Cali la voz de trueno del tipo que esa tarde llegaba de visita: Daniel Santos.

El puertorriqueño ya era para entonces un hombre atildado. En Cali habían aprendido a escucharlo desde los boleros apretados que grabara con el conjunto de Pedro Flores. Porque ocurría que en esas  cantinas muchos desaguaban el corazón de tantas palabras por decir con canciones como  ‘Esperanza inútil’, donde una flor de desconsuelo “persigue en la soledad”.

Otros entendían de qué se trataba eso  de que en el juego de la vida “juega el pobre, juega el rico”. Y otros más, presa de los malos amores, se preguntaban entre copas “Señor cartero, ¿no hay nada para mí?”, porque así también lo hacía Santos en su clásica ‘Linda’.

La liturgia era similar  cada vez que    ‘Margie’, ‘Virgen de Medianoche’, ‘Perfidia’ y, claro, ‘Despedida’ giraban en las vitrolas. O cuando los más gozones recordaban los tiempos en tiempo de guaracha que la Sonora Matancera ayudó a escribir al son  del Tíbiri Tábara.

Carlos recuerda con nitidez esos años. Y los evoca, medio siglo después, en la pausa de un recorrido que hace a menudo en otra casa, también del Obrero. La suya. Fue aquí donde fundó lo que le dio por llamar El Museo de la Salsa, un santuario tapizado con cinco mil fotografías de artistas de ese género y otros del Caribe, en varias de las cuales saluda ‘El inquieto anacobero’.

…Daniel Santos durante un concierto en el Evangelista Mora. Santos empuñando una botella de whisky mientras entona ‘Vive como yo’. Santos afinando un piano minutos antes del concierto con el que celebrará en el Teatro Municipal  los 50 años de la Sonora Matancera. Santos, años 70, durante un concierto del Hotel Aristi. Santos, vestido de camisa vino tinto, sentado a placer en esa casa del Obrero, después de tomarse el cafecito que doña Irma Salas, madre de Carlos, le servía cada vez que la visitaba…

“Es que Daniel quería mucho a Cali”, cuenta Carlos, en otra pausa de ese recorrido en el que enseña, orgulloso, las imágenes que atesora en su museo.

“La primera vez que vino a Colombia fue en el 53 —sigue narrando Carlos—. Llegó a Barranquilla y allá conoció a Armandito, mi hermano, que se había ido para probar suerte como músico. Daniel le tomó cariño y convirtió a mi hermano en su hombre de confianza; le compraba el periódico, los cigarrillos, y con los años hasta le ayudaba a cobrar el dinero de las presentaciones”.

Una década más tarde ocurriría entonces el encuentro aquél. “Llegó el jefe”, gritó la mamá de Carlos, quien esa misma noche, por invitación del ‘Sinatra del bolero’ —como llegaron a llamarlo— fue a parar al Club Latino, en la Calle 8 con  1, uno de los sitios en los que solía presentarse  cuando incluía a  Cali en sus giras por Colombia.

Aquí, durante una presentación en el Coliseo Evangelista Mora, el 7 de diciembre de 1980.
Carlos Molina / Museo de la Salsa de Cali.

Otras veces solía vérsele en el Teatro Belalcázar, en la Calle 10 con 21, o en Los Años Locos, templo rumbero que se alzaba contiguo a la clínica Imbanaco. En todos esos lugares el ritual era siempre igual: Daniel Santos pedía que le acondicionaran sobre el escenario una mesita vestida de mantel blanco y sobre ella un vaso  y una botella de whisky  Johnnie Walker.   Solo después de que se empujaba un primer trago largo, comenzaba a cantar.

Sería en una de esas presentaciones, el 26 de diciembre de 1971, cuando El Jefe conocería a la adolescente caleña que convertiría en su esposa.

Armando Molina, quien vive hoy en Miami, conserva nítido el recuerdo de esa noche:  Daniel Santos se presentaba en la Caseta Panamericana, por los lados de la Roosevelt con 39, cuando en medio del público advirtió los aplausos  de una jovencita de 16 años, piernas de reina y cabello negrísimo. “Pidió que se la buscara  para que la llevara hasta el camerino. Y con mi hermano Carlos nos fuimos por toda la caseta hasta dar con ella, se llamaba Luz Dary Pedredín y Daniel le llevaba casi 38 años”.

La muchacha no solo terminaría almorzando con él al otro día; en los meses siguientes caminaría hasta la casa de los Molina, casi a diario, para aguardar por las palabras de amor que le regalaba Santos en sus llamadas  desde Puerto Rico. Y la cosa siguió así hasta que, un año más tarde, se casaron en Ecuador para luego partir desde allí hacia la isla que encendió desde muy joven en El Jefe ese nacionalismo que dejó en canciones como ‘Fuera yankee’: “De aquí son los cuchifritos, la batata y el coquí; los que dicen ¡ay bendito!, esos sí que son de aquí (…) Fuera yankee go home, fuera yankee”.

La relación duraría muy poco. Solo cuatro años. Pero los suficientes como para que los hijos de ese breve matrimonio cultivaran para siempre un gran cariño por el artista. Quien lo cuenta es David. El hermano de Danilú. Ambos nacieron en Puerto Rico, pero tras la separación de sus padres vivieron buena parte de su niñez y adolescencia en Cali.

Era acá donde se veían con su padre. “Casi siempre en el Hotel Intercontinental. Estuvo muy pendiente de nosotros. A veces iba a Cali no necesariamente porque tuviera una presentación”, cuenta David, quien dice lamentar esa versión distorsionada, de hombre mujeriego y bohemio, que se ha construido alrededor del Inquieto Anacobero.

Cierto o no, quienes lo conocieron en Cali dibujan a un hombre con sus luces y sus sombras. Que lo mismo era elegante y conversador, que malgeniado y conquistador insobornable. Que su corazón era tan dulce como para apadrinar a Jazmeli, la hija de Armando Molina. Pero también tan vanidoso como para dejar botado un concierto solo porque sentía que habían intentado opacarlo.

Lo vivió el propio Carlos, el del Museo de la Salsa, una noche en que acompañó a Santos a una presentación en Los Años Locos. “Cuando vio el cartel de la entrada leyó que decía ‘Mano a Mano Orlando Contreras y Daniel Santos’. ¡Imagínese eso! El nombre de Orlando escrito primero que el suyo. Contreras terminó presentándose solo porque Daniel se devolvió para el hotel. Tenía un ego muy grande”.

Poco de eso conocía quizás la Cali guarachera que  adoró  a Daniel Santos y q ue lo acompañó hasta su último concierto en esta ciudad, en 1991, en el Teatro Municipal, acompañado de un bastón que le servía para esconder la incertidumbre de sus pasos. Daniel para entonces se teñía el cabello de negro como un artificio, inútil, para disimular la vejez. Y solo era capaz de lograr sus mejores tonadas sentado, y siguiendo las letras de sus canciones en papel.

Quedaba atrás el tipo que compraba telas en el centro para caminar hasta el Obrero y dejarlas en las manos prodigiosas de Esnel Possu, el sastre que le cosía sus vestidos de colores. El tipo que en sus tiempos mejores se fumaba en el parque del barrio un buen ‘porrito’ de marihuana. Daniel Santos hizo de su música testamento: “en el juego de la vida al morir nada te llevas, vive y deja que otros vivan”. Tomado del diario el País Cali. Lucy Lorena Librero